
En la actualidad, reemplazar los dientes perdidos se ha convertido en algo habitual incluso en los casos de pacientes que no tienen la cantidad o calidad de tejido óseo suficiente. Sin embargo, fue un “accidente científico” el que causó el descubrimiento de los implantes dentales. En 1952 el investigador sueco Ingvar Branemark trabajaba en el estudio de la circulación sanguínea utilizando pequeñas piezas de titanio que fijaba a huesos de conejo en sus experimentos. Al intentar retirar uno de sus dispositivos se dio cuenta de que era imposible porque el titanio se había fusionado con el hueso. Había descubierto la osteointegración de este materia, es decir, su capacidad para integrarse de manera natural a los elementos óseos.
Branemark redirigió sus investigaciones a los campos de la ortopedia y la cirugía plástica de articulaciones y extremidades demostrando que el titanio es capaz de fusionarse con el hueso vivo con un alto grado de predecibilidad y sin “rechazo” de los tejidos blandos. Asimismo, consciente de que el ser humano siempre ha querido reemplazar los dientes, se dio cuenta de que podría tener aplicación en las prótesis dentales. Tras experimentar la técnica durante 10 años utilizando perros —se decía que les colgaba del implante para calcular el aguante de éste—, fue en 1965 en la ciudad de Gotenburgo cuando colocó los primeros implantes en el maxilar inferior de un paciente. Hasta ese momento, los tratamientos existentes eran prótesis fijas o removibles convencionales que solo reponían la corona (la parte visible del diente) sin sustituir las raíces de las piezas perdidos.
El investigador sueco aseguró que “nadie debe morir con sus dientes en un vaso de agua”, un objetivo que el hombre ha buscado desde las primeras civilizaciones. Los mayas se incrustaban dientes con oro, los egipcios trasplantaban piezas humanas y de animales y en la Edad Media los cirujanos empleaban como donantes a los plebeyos, sirvientes y soldados. Ante los fracasos por la transmisión de enfermedades, en el siglo XIX se experimentó con materiales como oro, plata y otras aleaciones, pero sin obtener resultados duraderos por la toxicidad del metal en el hueso.
Fue en 1982 cuando Branemark presentó en un congreso internacional su implante de titanio en forma de tornillo, inaugurando así a la era de la implantología moderna, una especialidad que no ha dejado de evolucionar con nuevas técnicas y materiales que han reducido los tiempos de osteointegración y las posibilidades de regeneración ósea, devolviendo la sonrisa a millones de paciente en todo el mundo.
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